Hace unos días, en Manhattan, durante mi traslado por la mañana, estaba sentada junto a una mujer y su hija. La mujer estaba dándole a su hija unas uvas. Le dio la primera, y la niña automáticamente cerró sus ojos después de introducir la uva en su boca. Su rostro entero se transformó con placer al comer la uva. Se tomó su tiempo masticando, saboreando. Cuando su madre intentó darle otra, señaló su boca cerrada, comunicando que no había terminado. Su mamá la regresó al tupper y le dijo “Avísame cuando termines y quieras otra”. Así, la niña continuó disfrutando su uva. Después de tragarla, esperó unos momentos y entonces pidió otra. Su madre esperó cada vez a que la niña pidiera más. Todavía quedaban algunas uvas cuando la niña dijo que ya no quería más, así que su mamá las guardó y le dijo que se las pondría en la lonchera.

imagen-blog-observaciones-en-torno-al-desayunoUn poco más tarde, otra mujer y su hijo se subieron al metro. Ella le estaba dando un plátano. Con el primer bocado, el niño se comportó exactamente como la niña que había yo observado un poco antes, cerró sus ojos y sonrió al masticar el plátano, masticando con la boca abierta unos momentos y luego con la boca cerrada. Cuando su boca estaba abierta, pude ver que estaba dando vueltas al bocado con la lengua, divirtiéndose con él. Antes de que se terminara ese bocado, su madre intentó darle un segundo bocado. De inicio él se resistió, pero su madre insistió y eventualmente él se rindió. Este patrón continuó hasta que el plátano desapareció – con gran velocidad.

A lo largo de estos dos eventos, observar a estos dos niños tomar el primer bocado y saborearlo me hizo sentir gozo. Regresé a mi infancia, tomando la comida con mis manos, explorándola, saboreándola. Después de esa observación inicial, estaba fascinada con la interacción entre cada madre y su hijo, una permitiéndole a su hija establecer la pauta de su alimentación y disfrutar su comida, y la otra retacando el siguiente bocado para completar la tarea de alimentar. Sin embargo, mi fascinación no se trataba de la interacción entre madre e hijo. No se trataba tampoco de cómo los patrones de alimentación por parte de las madres afectan cómo comemos  cuando crecemos – no directamente, en cualquier caso. Se trataba de esta interacción como metáfora de mi relación conmigo misma en términos de alimentar y nutrir no solo mi hambre física, sino mi hambre emocional y espiritual. Me pregunté a mí misma con cuánta frecuencia actúo como cada una de estas dos madres con respecto a mi propia alimentación. ¿Con qué frecuencia tengo prisa por “alimentarme” con lo que pienso que debería ser bueno o suficiente? ¿Con qué frecuencia transito por las comidas como una tarea más que ser concluida apresuradamente? ¿Con qué frecuencia me permito simplemente estar absorta en el gozo de comer y saborear? ¿Cómo es que he aprendido a comportarme de cada una de estas maneras hacia mí misma? Me resulta interesante que, a pesar de que durante mis primeros años de infancia mi mamá actuó siempre como la primera madre, permitiéndome decidir qué, cuándo y cuánto comer, de alguna manera yo comencé a comer de prisa. Después de esa mañana de observaciones en torno al desayuno en el metro, me he preguntado acerca de qué es lo que me lleva a comer con prisa, a simplemente retacar mi boca de comida a pesar de no haber terminado con el bocado anterior. Acerca de cómo esta forma de comer se traduce a otros aspectos de mi vida, a tener prisa por llegar a lo que sigue sin de hecho saborear la experiencia presente. Acerca de cómo esto podría contribuir a ese sentimiento constante de hambre, aún si ya he comido “bastante”.

¿Con qué frecuencia honras tu hambre y tu saciedad? ¿Con qué frecuencia eres capaz de disfrutar el gozo de cada bocado, hasta que la comida se termina?