No es tu cuerpo el que necesita cambiar… Es tu mentalidad  

– Jennifer Rollin

I

Por muchos años de mi vida, la báscula fue el barómetro para definir mi estado de ánimo. Dependía del número que aparecía para tener un “buen” día (los cuales fueron contados y por lo general esos momentos eran después de haber estado en una dieta restringida y muriéndome de hambre) o para tener un día sintiendo culpa, una profunda tristeza, una obsesión neurótica, vergüenza y miedo a existir. Tuve épocas en que esa obsesión era tan grande que me subía a la báscula cinco o seis veces por día: después de comer compulsivamente y/o involucrarme en conductas purgativas.

El simple acto de quitar de mi cuerpo todo lo que pudiera pesar un gramo más y estar encima de ese aparato que medía mis emociones, era una tortura. Y aunque, en el fondo, ya sabía el resultado, cada vez que me preparaba para subirme, esperaba que esa vez fuera diferente, que algo mágico sucediera “en mi cuerpo” para sentir un poco de “paz”.

Como era de esperar, la decepción y el miedo, la tristeza y la culpa se acrecentaban con el resultado y la obsesión para transformar ese símbolo aumentaba. Todo el día, hiciera lo que hiciera, ese número estaba tatuado en mi mente, en mi piel, en mis sensaciones, torturándome para hacer algo y modificarlo. Era tan fuerte la ansiedad que sentía que necesitaba apagarla aunque fuera por unos instantes. Comía sin control, por instantes pensaba que era eso lo que necesitaba pero de inmediato llegaba la culpa y entonces me involucraba en conductas compensatorias para dejar de sentir el pecado de haber comido tanto y de inmediato volvía la ansiedad. Ese ciclo de acciones y sentimientos era tan recurrentes en mi vida que yo creía que vivir así era normal.

Tratar de explicar mi obsesión a través de las palabras es un poco complicado porque siento que no dimensionan el sentimiento como tal pero también sé que escribir es una manera de ir tocando el dolor para seguir sanándome.

II

A lo largo de mi vida he pasado por diferentes momentos para tratar de ser otra, de modificar lo que se ve a simple vista: desde el inicio de mi adolescencia empecé a sentir que algo andaba mal conmigo. Mi cuerpo no estaba bien y tenía que cambiarlo.

No consciente de lo que me producía este malestar, la ansiedad invadía mi cuerpo y la sensación de que no era suficiente me producía la necesidad de correr a calmar mi desesperación. La comida fue el primer recurso. Y mi cuerpo se fue modificando al grado de no querer sentirlo ni verlo. Vivir en un cuerpo que odias es un infierno. No me gustaba su tamaño, su forma, ni cómo me sentía en él. Por momentos deseaba no existir para no sentir esas sensaciones que me volvían loca por no poder no sentirlas. Pensarme con una enfermedad mental estaba fuera de mi realidad pero hoy me reconozco con un problema y desde ahí trabajo para superarlo.

Evidentemente, mi cuerpo no pertenecía a los estándares culturales y la percepción y la experiencia con mi cuerpo dependía de mis pensamientos y de lo que creía, en general, de mí. Yo no era suficiente para mí. No tenía el tamaño de cuerpo que quería porque nunca, nada, iba a ser suficiente con los pensamientos que me decían que toda yo no era suficiente. Pero también entiendo ahora que lo mediático ayudó a que la vergüenza y el miedo sean mis compañeros de camino. Vergüenza de no tener el cuerpo esperado; miedo de ser rechazada y juzgada por ser simplemente yo.

Dependía de lo que veía fuera de mí, de la información que recibía de cómo debía de ser, del miedo a ser grande y por lo tanto no querida ni valiosa.

III

Después de muchas lágrimas, de sentir un dolor profundo pero sanador, descubrí que soy más que un cuerpo. Reconocer al Ser que habita en mí, me ha dado el camino para mirarme diferente, para darle sentido a mi vida, para encontrarme en un lugar distinto lleno de reconocimiento y gratitud. Me queda claro que tuve que vivir todo eso para ser la mujer que soy. Comencé a sanar la obsesión con mi cuerpo, con la comida, con mi ansiedad no hace mucho, y hoy decido no depender de un número para sentirme amada y valiosa.

IV

No gracias, ya no me peso, fue lo que le dije de manera amorosa, a la enfermera que me veía por primera vez en su vida y que estaba haciendo su trabajo de forma habitual. Su reacción me sorprendió. No titubeó en decirme nada, solamente sonrió y me pasó al consultorio del doctor. Pero lo que más me sorprendió fue ver mi seguridad y mi fuerza para decir no, para poner un límite ante mi necesidad.

Sé que si me hubiera pesado, ese número hubiera estado tatuado en mi cabeza, en mis sensaciones, en mi piel. Y muchos días hubiera estado planeando mi siguiente estrategia para tratar de modificarlo o hubiera sentido mucha culpa y ansiedad cada vez que mi cuerpo me diera la señal de que tenía hambre o me hubiera matado horas en el gimnasio tratando de quemar la mayor cantidad de calorías. Esas tres opciones hubieran aparecido, quizás, al mismo tiempo.

Decir que no me dio la pauta para reconocer mi fuerza, para darme cuenta que me estoy cuidando y no entrar en ese lugar de mucho dolor y autodestrucción, para demostrarme que, con todo mi amor, decido por mi cuerpo y por lo que quiero en la vida.

Decir que no no es fácil, más cuando mi gran necesidad desde pequeña es ser una niña, una mujer, buena y obediente para sentirme amada.

Decir que no es comenzar a sanar la imagen corporal que creo tener. Es sentirme valiosa por lo que soy, suficiente por lo que soy y sentir que estoy a salvo en mi propia piel.

Decir que no es poder mirarme a profundidad, atravesar mis ojos y ver al Ser que habita en mí, ese que es más grande de lo que mi imaginación alcanza. Ese Ser que sólo me transmite amor, aceptación y sabiduría para reconocer qué es lo que necesita mi cuerpo, mi mente y mi alma.

Decir que no es sentir compasión por lo que fui, sentí y rechacé. Hoy abrazo mi cuerpo, lo miro, lo valoro porque es en él donde siento la intensidad de la vida.